Thursday, May 31, 2007

Shhhh... pa callao


HAY QUE SOPORTAR A LOS NIÑOS
Por STEPHEN KING
Su nombre era señorita Sydley, de profesión maestra.
Era una mujer menuda que tenía que ergirse para poder escribir en el punto más alto de la pizarra, como hacía en aquel preciso instante. Tras ella ninguno de los niños reía ni susurraba, ni picaba a escondida ningún dulce que sostuviera en la mano. Conocían demasiado bien los instintos asesinos de la señorita Sydley. La señorita Sydley siempre sabía quién estaba mascando chicle en la parte trasera de la clase, quién guardaba una tirachinas en el bolsillo, quién quería ir al lavabo para intercambiar cromos de béisbol en lugar de hacer sus necesidades. Al igual que Dios, siempre parecía saberlo todo al mismo tiempo.
Su cabello se estaba tornando gris, y el aparato que llevaba para enderezar se maltrecha espalda se dibujaba con toda claridad bajo el vestido estampado. Una mujer menuda, atenazada por constantes sufrimientos; una mujer con ojos de pedernal. Pero la temían. Su afilada lengua era una leyenda en el patio de la escuela. Al clavarse en un alumno que reía o susurraba, sus ojos podían convertir las rodillas más robustas en pura gelatina.
En aquel momento, mientras apuntaba en la pizarra la lista de palabras que tocaba deletrear, la maestra se dijo que el éxito de su larga carrera docente podía resumirse y confirmarse mediante aquel gesto tan cotidiano. Podía volver la espalda a sus alumnos con toda tranquilidad.
—Vacaciones— anunció mientras escribía la palabra en la pizarra con su letra firme y prosaica—. Edward, haz una frase con la palabra vacaciones, por favor.
— Fui de vacaciones a Nueva York — recitó Edward.
A continuación, repitió la palabra con todo cuidado, tal como les había enseñado la señorita Sydley.
Muy bien Edward— aprobó la maestra mientras escribía la siguiente palabra.
Tenía sus pequeños trucos, por supuesto. Estaba del todo convencida de que el éxito dependía tanto de los pequeños detalles como de las grandes acciones. Aplicaba aquel principio en todo momento, y lo cierto era que nunca fallaba.
Uno de sus pequeños trucos consistía en el modo en que utilizaba las gafas. Toda la clase quedaba reflejada en sus gruesos cristales, y siempre tenía una leve punzada de regocijo al ver sus rostros culpables y asustados cuando los sorprendía en alguna de sus malvados jueguecitos. En aquel momento, distinguió a través de sus gafas la imagen distorsionada y fantasmal de Robert. El chico estaba arrugando la nariz. La señorita Sydley no habló. Todavía no. Robert se ahorcaría por sí solo si le daban un poco más de cuerda.
—Mañana— articuló con toda claridad—. Robert, haz una frase con la palabra mañana, por favor.
Robert frunció el ceño mientras se concentraba. La clase estaba silenciosa y adormilada aquél caluroso día de finales de septiembre. El reloj eléctrico que pendía de la puerta indicaba que todavía quedaba media hora para que sonara el timbre de las tres, y lo único que impedía que las jóvenes cabezas cayeran sobre sus libros de ortografía era la silenciosa y terrible amenaza que representaba la espalda de la señorita Sydley.
—Estoy esperando, Robert.
—Mañana pasará algo malo— repuso Robert.
Las palabras eran inofensivas, pero a la señorita Sydley, que había desarrollado el séptimo sentido propio de todos los docentes estrictos, no le gustaron ni pizca.
—Ma—ña—na— terminó Robert, tal como le habían enseñado. Mantenía las manos unidas sobre el pupitre y en aquel momento volvió a arrugar la nariz. Al mismo tiempo, esbozó una pequeña sonrisa torva. De pronto, la señorita Sydley tuvo la certeza de que Robert conocía el pequeño truco de las gafas.
Muy bien, de acuerdo.
Empezó a escribir la siguiente palabra en la pizarra sin regañar a Robert, dejando que su cuerpo erguido transmitiera su propio mensaje. Mientras escribía, observaba atentamente a Robert con un ojo. El chiquillo no tardaría en sacarle la lengua o hacer aquel asqueroso gesto con el dedo que todos los niños e incluso las niñas conocían, a fin de comprobar si la maestra sabía lo que estaba haciendo. Y entonces sería castigado.
El reflejo de Robert era pequeño, fantasmal, distorsionado. La señorita Sydley apenas prestaba atención a la palabra que estaba escribiendo en la pizarra.
De pronto, Robert se transformó.
La señorita Sydley apenas entrevió el cambio, tan sólo distinguió durante una fracción de segundos el rostro de Robert mientras se transformaba en algo... diferente.
Se volvió con brusquedad, con el rostro pálido, ignorando la punzada de dolor que le acometió en la espalda.
Robert la miraba con expresión inocente y perpleja. Sus manos seguían unidas sobre la mesa. En su cogote se apreciaban los primeros indicios de un remolino. No parecía asustado.
«Ha sido fruto de mi imaginación —se dijo la maestra—. Estaba buscando algo, y mi mente me ha jugado una mala pasada. Parece absolutamente inocente... sin embargo...»
—¿Robert?
Pretendía que su voz sonara autoritaria, que tuviera un timbre que impulsara a Robert a confesar. Pero no lo logró.
—¿Si señorita Sydley?
Sus ojos eran de color castaño oscuro, como el lodo que yace en el fondo de un río de cauce lento.
—Nada.
Se volvió de nuevo hacia la pizarra. Un murmullo apenas audible recorrió el aula.
—¡Silencio!— ordenó al tiempo que se daba la vuelta—. Otro sonido y nos quedaremos todos después de la clase.
Se había dirigido a toda la clase, pero, de hecho, su mirada permanecía clavada en Robert, quién se la devolvió con infantil inocencia. «Quién ¿yo? yo no, señorita Sydley.»
La maestra se volvió a la pizarra y empezó a escribir sin espiar a través de sus gafas. La última media hora se le antojó interminable, y tuvo la sensación de que Robert le lanzaba una mirada extraña al salir de la clase. Una mirada que parecía decir: «Tenemos un secreto ¿eh?.»
No podía apartar de sí aquella mirada. Permanecía clavada en su mente, como un trocito de ternera que se le hubiera quedado entre dos muelas, un grano de arena que parecía una montaña.
Cuando se dispuso a tomar su solitaria cena, consistente en huevos escalfados y tostadas, todavía la atenazaba aquella imagen. Sabía que estaba envejeciendo, y lo aceptaba con serenidad. No sería una de aquellas maestras solteronas que patalean y gritan cuando las sacan a rastras de sus clases al llegar el momento de la jubilación. Le recordaban a los jugadores incapaces de apartarse de la mesa del juego cuando van perdiendo. Pero ella no iba perdiendo. Siempre había sido una ganadora.
Bajó la vista hacia los huevos escalfados.
¿Verdad?
Pensó en los limpios rostros de sus alumnos de tercero, y decidió que el de Robert sobresalía sobre los demás.
Se levanto y encendió otra luz.
Más tarde, justo antes de dormirse, el rostro de Robert apareció ante ella, esbozando una desagradable sonrisa en la oscuridad que se extendía tras sus párpados cerrados. El rostro empezó a transformarse...
Pero antes de que pudiera distinguir en qué se estaba convirtiendo aquel rostro, se sumió en las tinieblas del sueño.
La señorita Sydley pasó una noche inquieta, por lo que al día siguiente se mostró brusca y malhumorada. Estaba a la expectativa, casi esperando que alguien susurrara, riera o tal vez pasara una nota al compañero. Pero la clase permaneció en silencio... en un profundo silencio. Todos los alumnos la miraban sin expresión, y la maestra casi sentía el peso de sus miradas sobre ella, como si se tratara de hormigas ciegas que se pasaran por su cuerpo.
«¡Basta! —se dijo con severidad—. Te estas comportando como una chiquilla asustadiza que acaba de salir de la escuela de maestros.»
Una vez más, el día se le antojó eterno, y creyó sentirse más aliviada qué sus alumnos cuando el timbre anunció el final de las clases. Los niños se alinearon en filas junto a la puerta, niños y niñas ordenados por estatura y cogidos de la mano.
—Podéis retiraos— dijo y se quedó escuchando con amargura los gritos de los niños que corrían por el pasillo y salían a disfrutar del brillante sol.
«¿Qué era lo que vi cuando se transformó? Algo bulboso. Algo que relucía. Algo que me miraba fijamente, si, me miraba fijamente y sonreía y no era un niño, desde luego que no. Era viejo y malvado y... »
—¿Señorita Sydley?
La maestra alzó la cabeza con brusquedad y de sus labios escapó una pequeña exclamación involuntaria.
Era el señor Hanning.
—No pretendía asustarla— dijo el hombre con una sonrisa de disculpa.
—No se preocupe— Repuso la maestra en un tono más hosco del que pretendía dar a sus palabras.
¿En que estaría pensando? ¿Qué era lo que pasaba?
—¿Le importaría comprobar si hay toallas de papel en el lavabo de chicas?
—Ahora mismo voy.
La maestra se incorporó mientras se llevaba las manos a la parte baja de la espalda. El señor Hanning la contempló con expresión compasiva. «No se esfuerce—pensó la señorita Sydley—. A la solterona no le divierte esto en lo absoluto. Ni siquiera le interesa.»
Pasó junto al señor Hanning y se dirigió al lavabo de chicas. Las risas de unos chicos que llevaban maltrechos accesorios de béisbol se apagaron al acercarse ella. Los chicos salieron con expresión culpable antes de reanudar sus carcajadas y gritos en el patio.
La señorita Sydley frunció el ceño mientras pensaba que los niños habían sido distintos en sus tiempos. No más corteses, pues los niños nunca habían sido corteses, y no precisamente más respetuosos con los adultos; pero se apreciaba una suerte de hipocresía que nunca había existido. Un sonriente silencio en presencia de los adultos que nunca había existido. Una suerte de desprecio silencioso que resultaba molesto e inquietante. Como si...
«¿Se ocultaran detrás de las máscaras? ¿Es eso?»
Apartó de sí aquel pensamiento y entró en el baño. Se trataba de una estancia pequeña en forma de L. Los retretes estaban alineados a lo largo del brazo mas largo, mientras que los lavabos se extendían a lo largo de la parte más corta de la habitación.
Mientras inspeccionaba los recipientes de la toalla de papel, divisó su imagen reflejada en uno de los espejos, y quedó petrificada al contemplarse con mayor detalle. No le gustó nada lo que vio... ni pizca. Percibió una mirada que no había tenido dos días antes, una mirada temerosa, vigilante. Con un sobresalto, se dio cuenta de que el reflejo borroso del rostro pálido y respetuoso de Robert se había adueñado de ella.
La puerta del baño se abrió y entraron dos niñas riendo y susurrando. Cuando estaba a punto de doblar la esquina y pasar junto a ellas, oyó que pronunciaban su nombre. Regresó a los lavabos y volvió a inspeccionar los recipientes de toallas.
—Y entonces...
Risitas ahogadas.
—Ella lo sabe pero...
Más risitas, suaves y pegajosas como jabón fundido.
—La señorita Sydley está...
Se acercó un poco para ver sus sombras, difusas y borrosas a causa de la luz que se filtraba a través de las ventanas de cristales lechosos, unidas en su infantil excitación.
Otro pensamiento cruzó su mente.
«Ellas sabían que estaba ahí.»
Sí. Sí, lo sabían. Esas pequeñas zorras lo sabían.
La zarandería. Las sacudiría hasta que les castañearan los dientes y sus risas se convirtieran en aullidos; les golpearía la cabeza contra la pared de azulejos hasta que confesaran que lo sabían.
En aquel momento, las sombras empezaron a transformarse. Parecieron alargarse, fluir como sebo mientras cobraban extrañas formas jorobadas que impulsaron a la señorita Sydley a retroceder hacia los lavados de porcelana, con el corazón desbocado.
Pero las niñas siguieron riendo.
Las voces se transformaron; dejaron de ser infantiles y se convirtieron en sonidos asexuados, desalmados y muy, muy malvados. Un sonido lento y turgente de humor salvaje que doblaba la esquina hacia ella como si del contenido de desagüe se tratara.
Clavó la mirada en aquellas sombras jorobadas y de pronto, empezó a gritar. El grito siguió y siguió, hinchándose en su mente hasta adquirir proporciones dementes. Y en aquel instante, perdió el conocimiento. Las risitas, como carcajadas del diablo, las siguieron hasta las tinieblas.
Por supuesto no podía contarles la verdad.
La señorita Sydley lo supo desde el momento en que abrió los ojos y distinguió los rostros ansiosos del señor Hanning y la señora Crossen. Esta última sostenía bajo su nariz el frasco de sales procedente del botiquín del gimnasio. El señor Hanning se volvió y pidió a las dos niñas que observaban a la señora Sydley con curiosidad que se fueran a casa.
Las dos niñas le dedicaron una sonrisa... una sonrisa lenta, que indicaba que compartían un secreto con ella, y salieron de la escuela.
Muy bien, guardaría el secreto. Durante un tiempo. No permitiría que la gente creyera que se había vuelto loca, o que los primeros tentáculos de la senilidad se habían apoderado de ella antes de tiempo. Jugaría con sus reglas hasta que estuviera en posición de desenmascararlos y arrancar el problema de raíz.
—Creo que he resbalado —Explicó en tono sereno mientras se incorporaba, haciendo caso omiso del terrible dolor de la espalda que la atormentaba—. Algún charco de agua.
El señor Hanning le dirigió una mirada de gratitud.
La maestra se puso en pie entre tremendas punzadas de dolor.
Al día siguiente, la señorita Sydley obligó a Robert a quedarse en la escuela después de clase. El muchacho no había hecho nada malo, por lo que se limitó a acusarlo de una falta imaginaria. No sintió remordimientos por ello. Era un monstruo, no un niño. Tenía que obligarlo a confesarlo.
La espalda la estaba martirizando. Se dio cuenta de que Robert lo sabía y que esperaba que eso le favorecería. Pero se equivocaba. Esa era otra de sus pequeñas ventajas. La espalda le había dolido de un modo constante durante los últimos doce años, y en muchas ocasiones el dolor había sido tan intenso como en aquel momento... bueno, casi.
Cerró la puerta para que ambos quedaran aislados del exterior.
Durante un momento permaneció inmóvil con la mirada clavada en Robert. Esperó a que el niño bajara los ojos, pero fue en vano. Robert siguió mirándola con fijeza y de pronto, una pequeña sonrisa empezó a dibujarse en las comisuras de sus labios.
Los sonidos de los demás niños en el patio parecían muy lejanos, como pertenecientes a un sueño. Solo el zumbido hipnótico del reloj de la pared era real.
—Somos bastantes —anunció Robert de pronto, como si hablara del tiempo.
Ahora le tocó el turno a la señorita Sydley de permanecer en silencio.
—Once en esta escuela.
«Malvado —se dijo la maestra muy asombrada—. Muy malvado, increíblemente malvado.»
—Los niños que dicen mentiras van al infierno — replicó con toda claridad—. Sé que muchos padres ya no se lo explican a su... prole..., pero te aseguro que es cierto, Robert. Los niños que dicen mentiras van al infierno. y Las niñas también.
La sonrisa de Robert se hizo más amplia y malvada.
—¿Quiere ver cómo me transformo, señorita Sydley? ¿Quiere verlo bien?
Un hormigueo recorrió la espalda de la señorita Sydley.
—Márchate— ordenó con brusquedad—. Y trae a tu madre o a tu padre a la escuela mañana. Entonces arreglaremos todo este asunto.
Eso es. Ya volvía a pisar tierra firme. Esperó que el rostro del niño se contrajera; esperó la aparición de las lágrimas.
En lugar de ello, la sonrisa de Robert se ensanchó aún más, se amplió hasta mostrar sus dientes.
—Será como traemos algo a clase para explicar qué es, ¿verdad señorita Sydley? A Robert... al otro Robert... le gustaba ese juego.
—Todavía está escondido en el fondo de mi cabeza—. la sonrisa se curvó en las comisuras de los labios como si de papel quemado se tratara—. A veces se pone a correr por ahí... me pica quiere que le deje salir.
—Márchate— repitió la señorita Sydley en tono impávido.
El zumbido del reloj se le antojaba cada vez más cercano.
Robert empezó a transformarse.
De pronto, su rostro se difuminó como cera fundida. Los ojos se aplanaron y ensancharon como yema que alguien hubiese pinchado con un cuchillo, la nariz se amplió con un bostezo, la boca desapareció. La cabeza se alargó, y el cabello dejó de ser cabello para concertarse en una maraña desordenada y crispada.
Robert soltó una risita ahogada.
El sonido lento y cavernoso procedía de lo que había sido su nariz, pero la nariz había devorado la parte baja de su rostro; las fosas nasales se habían fundido en un solo agujero que se asemejaba a una enorme boca abierta de par en par.
Robert se levantó sin dejar de reír, y tras él, la señorita Sydley distinguió los últimos vestigios del otro Robert, el chiquillo del que aquel engendro se había apoderado y que aullaba aterrorizado, rogando que lo dejaran salir de allí.
La maestra echó a correr.
Huyó gritando por el pasillo, y los pocos alumnos que quedaban en la escuela se volvieron para mirarla con ojos inocentes y abiertos de par en par. El señor Hanning abrió su puerta de golpe en el momento en que la maestra cruzaba la amplias puertas acristaladas de la entrada, un espantapájaros loco y gesticulante dibujado contra el brillante sol de Septiembre.
El hombre la siguió a la carrera, con la nuez bailándole en la garganta.
La señorita Sydley no veía ni oía nada en absoluto. Bajó a trompicones los escalones de entrada, atravesó la acera y se abalanzó sobre la calle, dejando tras de sí una intensa estela de chillidos. De pronto, se escuchó el atronador y profundo sonido de un claxon, y una fracción de segundos más tarde , el autobús se precipitó sobre ella. A través del parabrisas, el rostro del conductor aparecía contraído en una máscara de temor. Los frenos chirriaron como dragones enojados.
La señorita Sydley cayó al suelo, y las enormes ruedas del vehículo se detuvieron humeantes a pocos centímetros de su cuerpo frágil y enclaustrado en la prótesis. Permaneció tendida en el suelo, temblando mientras el gentío se agolpaba a su alrededor.
Al volverse, comprobó que los niños la miraban con fijeza. Estaban colocados en un apretado círculo, como los asistentes a un entierro en torno a una tumba abierta. A la cabecera de la tumba se hallaba Robert, un pequeño sepulturero preparado para verter la primera palada de tierra sobre su rostro.
La señorita Sydley clavó la mirada en los niños. Sus sombras la cubrían por entero. Sus rostros permanecían impasibles. Algunos de ellos esbozaban pequeñas sonrisas enigmáticas, y la señorita Sydley supo que no tardaría en ponerse a gritar de nuevo.
En consecuencia, la señorita Sydley regresó a finales de Septiembre, dispuesta una vez más a reanudar el juego y conocedora ya de las reglas.
En una ocasión, durante una vigilancia de patio, Robert se acercó a ella con una pelota de goma y una sonrisa pintada en el rostro.
—Somos tantos que no lo creería—dijo—, ni usted ni nadie —añadió con una malvado guiño que la dejó petrificada—. Quiero decir, si intentara explicárselo a alguien...
Una niña que jugaba en los columpios del otro lado del patio la miró con fijeza y estalló en carcajadas.
La señorita Sydley dedicó a Robert una sonrisa llena de serenidad.
—Pero Robert, ¿de qué estás hablando?
Pero Robert siguió sonriendo mientras regresaba para incorporarse al juego.
La señorita Sydley llevó la pistola a la escuela en el bolso. El arma había pertenecido a su hermano, quien se la había arrebatado a un soldado alemán muerto poco después de la batalla de Bulge. Jim llevaba diez años muerto. No había abierto la caja que contenía el arma desde hacía al menos cinco, pero cuando la abrió la vio brillar con destellos apagados. Los cartuchos de munición seguían ahí, así que se dedicó a cargar el arma tal como le había enseñado Jim.
Dedicó una agradable sonrisa a sus alumnos, en especial a Robert. Robert le devolvió la sonrisa, y la maestra distinguió el engendro que flotaba justo debajo de su piel, aquel ser fangoso, lleno de inmundicia.
No tenía idea de qué era lo que anidaba debajo de la piel de Robert, y tampoco le importaba; sólo esperaba que el autentico Robert hubiera desaparecido por completo. No quería convertirse en una asesina. Decidió que el verdadero Robert debía de haber muerto o enloquecido por vivir dentro de aquella cosa sucia y serpenteante que había soltado una risita ahogada en la clase y la había obligado a lanzarse gritando a la calle. Así que, aun en caso de que estuviera vivo, liberarlo de aquel tormento constituiría un acto de misericordia.
—Hoy haremos un examen —anunció la señorita Sydley.
Los alumnos no gruñeron ni se removieron inquietos de sus sillas, sino que se limitaron a mirarla con fijeza. La maestra sentía el peso de sus ojos. Pesados, sofocantes.
—Será un examen muy especial. Los iré llamando uno en uno al aula de mimeografía, y ahí pasaréis el examen. Después les daré un caramelo y podrán irse a casa. ¿no les parece estupendo?
—Robert, tu serás el primero.
Robert se levantó con su sonrisita habitual y arrugó la nariz de un modo bastante ostensible.
—Sí, señorita Sydley.
La maestra tomó su bolso y ambos recorrieron el amplio pasillo, pasando juntos al apagado sonido de los alumnos que recitaban la lección tras las puertas cerradas. La sala de mimeografía se hallaba al final del pasillo, junto a los lavados. La habían insonorizado dos años antes; la vieja máquina era muy antigua y ruidosa.
La señorita Sydley cerró la puerta con llave una vez estuvieron dentro.
—Nadie puede oírte —dijo con toda tranquilidad mientras sacaba el revolver del bolso—. Ni a tí ni a esto.
—Pero somos muchos —terció Robert con una sonrisa inocente—. Muchos más de los que hay aquí en la escuela.
Posó una de sus pequeñas y limpias manos sobre la bandeja de papel del mimeógrafo.
—¿Le gustaría volver a ver como me transformo?
Antes de que la señorita Sydley pudiera replicar, el rostro de Robert comenzó a relucir y convertirse en la máscara grotesca que ya conocía. La maestra le disparó. Una sola vez. En la cabeza. El niño cayó hacia atrás, sobre los estantes de papel, y a continuación se deslizó hasta el suelo, un niño muerto, con un pequeño orificio negro justo por encima del ojo derecho.
Tenía un aspecto patético.
Regresó a la clase y los llevó a la sala uno a uno. Mató a doce alumnos, y los hubiera matado a todos si la señora Crossen no hubiera llegado a la sala en busca de un paquete de papel rayado.
La señora Crossen abrió la boca de par en par y se llevó una mano a los labios. Empezó a gritar, y todavía chillaba cuando la señorita Sydley le alcanzó y le colocó una mano en el hombro.
—Tenía que hacerse, Margaret —le explicó—. Es terrible pero tenía que hacerse. Son todos unos monstruos.
La señora Crossen clavó la mirada en los cuerpos enfundados en alegres ropas que yacían esparcidos junto al mimeógrafo, y siguió gritando. La chiquita cuya mano sostenía la señorita Sydley empezó a llorar de un modo constante y monótono. Uaaaaahhh... Uaaaaahhh....
—Transfórmate —ordenó la señorita Sydley—. Enséñaselo a la señora Crossen. Demuéstrale que tenía que hacerse.
—¡Maldita sea, transfórmate! —gritó la señorita Sydley— ¡Maldita zorra, maldita zorra sucia, repugnante y asquerosa! que dios te maldiga, ¡transfórmate!
La maestra alzó el arma. La pequeña se encogió, y en un abrir y cerrar de ojos, la señora Crossen se abalanzo sobre ella como un gato. De pronto, la espalda de la señorita Sydley cedió.
No hubo juicio.
Se sometió a un exhaustivo análisis, se le administraron los medicamentos más avanzados y más tarde empezó a asistir a sesiones de terapia ocupacional. Al cabo de un año, bajo estricta vigilancia, se le permitió participar en una sesión de encuentro experimental.
Su nombre era Buddy Jenkins, de profesión Psiquiatra.
Estaba sentado tras un espejo falso, con una carpeta en las manos, mientras observaba una habitación equipada como guardería. En la pared más alejada, una vaca saltaba sobre la luna y un ratón trepaba por un reloj. La señorita Sydley estaba en una silla de ruedas, con un libro de cuentos sobre las rodillas, rodeada de un grupo de confiados niños retrasados que sonreían y babeaban. Los niños le sonreían, babeaban y la tocaban con sus pequeños dedos mojados, siempre bajo la vigilancia de los asistentes, que permanecían atentos ante cualquier indicio de agresividad por parte de la mujer.
Durante un rato, Buddy creyó que la señorita Sydley reaccionaba bien. Leía en voz alta, acarició la cabeza de una niña y consoló a un chiquillo que había tropezado con un bloque de madera. De pronto, el médico tuvo la impresión de que la maestra había visto algo inquietante, pues frunció el ceño y apartó la vista de los niños.
—Sáquenme de aquí, por favor —rogó en voz baja y monótona, sin dirigirse a nadie en particular.
La sacaron de allí. Buddy Jenkins observó a los niños mientras la seguían con ojos abierto y vacuos, pero, al mismo tiempo, profundos.Uno de ellos esbozó una sonrisa, mientras que otro se introdujo unos dedos en la boca de ademán malicioso.
Aquella noche, la señorita Sydley se rebano el cuello con un trozo de espejo roto, y a partir de aquel momento, Buddy Jenkins empezó a observar a los niños con creciente atención. Al final, apenas si podía apartar la mirada de ellos.

Monday, May 21, 2007

Y los del foro son taaan

Dada una listita, voy a hacer un pequeño homenaje a los seres que deambulan el foro de Pese a Todo, mis más queridos compañeros virtuales.

Relayer: El jefazo, me cae bien, le gusta Lost, igual que a mi, en un par de ocasiones tuve el honor de que respondiera un mensaje mío y no estoy seguro, pero me dio miedo abrir el mensaje privado que me envió, por lo que podía contener... me dije ¿Qué hice mal? ya no me acuerdo que decía. Le tengo un gran respeto y no sé cómo sabe tanto de Les Luthiers, parece que hubiera vivido con el grupo.

Henriette: Dueña de la página(creo) que reviso siempre. Le agradezco por la ayuda dada por esa página para responder las preguntas de los concurso. ñacañaca

General Eutanasio Rodríguez: Siempre atento, con sus posts cortitos pero llenos de contenido, autoritario, siempre tiene algo que lo vuelve loco por un tiempo (durante un ratofue la risa de Puccio en Chile) Le tengo el mismo respeto que a Relayer.

Miss Lily Higgins: Una desaparecido/a en acción, a el/la cual yo estimaba mucho.

María la Acaudalada: Siempre en el meollo del asunto, está en todo, es como el canapé de huevo. Me gusta su forma de hablar (escribir)

Truthful Lulu: No la conozco mucho, pero su reputación la precede.

Anabella: Una de las Puccistas de ahí, le gusta la jarana, el zaparrancho y la parranda por lo que se nota. Me gusta su afán por Les Luthiers y la respeto como graaan persona.

Sergei Dimitri Mpkstroff: Una de las personalidades grandes del Foro, es el ser más respetado y dicen que tiene un instrumento de Les Luthiers hecho por él mismo... Su amor por la música se nota en todo post y se dice que anda con una de las mujeres de lforo (eehheheheheh)

El BURLADOOOOR: MI COMPATRIOTA QUERIIIIIDO, uno de los grandes, no sé dónde vivirá para juntarnos a conversar de Les Luthiers largas tardes mientras le muestro mis películas, juegos de Play y nos destacamos hablando en buen Shileno... Si ve esto, ay sabe, voy en el Instituto Nacional, curso 4to H.

La Princesa Caprichosa: La dama de los 2086 mensajes (y sumando) Se nota que le encanta la literatura y tiene esa especie de altanerismo argentino que me gusta... es una mujer que me ha mandado varios mensajes privados y creo que me estima algo.

La Vaca Resaca: Es... Monty Python Flying Circus... ella ella es la responsable de que me gusten los Monty Python... ella que ahora siempre diga: "This is getting too silly" Gracias.

Principe Cardoso: Dicen que anda con una del foro. (eehheheheheh) El que trata con sus spaces y fotolocos de recibir el cariño que taaanto merece.

Zeus6: El del nick más extraño.

Cantalicio Luna: Mirshh un Beatlemaniaco entre Luteranos, gran persona, aunque si hablamos de política no sé si estaríamos de acuerdo...

Emma Fanning: La primera persona que me saludó y me contactó,tiene gustos bizarros, pero bueno... jaja

GANGA: La madre de todos los foristas. La zar de los Posts más largos. La reina de la música, poesía y Les Luthiers. Gran valor, mamitis ganguis. Gracias por responder mi mensaje de mi blog.

Y termino con gracias a todos los que no nombré yque me han ayudado....

Friday, May 18, 2007

WOW

http://www.fanfiction.net/~jaimeblack

Fanfictions 2: Segundo Capítulo


2
¿Qué me pasa?
Habían pasado aproximadamente tresmilseiscientascincuentaytres lunas desde el día en que los Petterson se despertaron para sacar las botellas de whisky y botar un cadáver al río y encontraron a su sobrino en la puerta de entrada, pero New Seminary no había cambiado en absoluto. El sol se elevaba en los mismos jardincitos, iluminaba los coches de los dueños de cas, iluminaba las joyas mal enterradas por los piratas y que nadie se había molestado en desenterrar, iluminaba el número 254 de latón sobre la puerta de los Petterson y avanzaba en su salón, que era casi exactamente el mismo que aquél donde el señor Petterson había oído las ominosas (¿?) noticias sobre los halcones nocturnos, una noche de hacía ochentaysietemilseiscientossetentaydos horas. Sólo las fotos de la repisa de la chimenea eran testimonio del tiempo que había pasado. Cincomillonesdoscientossesentamiltrescientosveinte horas antes, había una gran cantidad de retratos de lo que parecía una gran pelota rosada con gorros de diferentes colores, con la cual los Petterson se divertían mucho, y también de un cerdo chillón pequeño (Cebadilla), pero Cebadilla Petterson ya no era un niño pequeño, y en aquel momento las fotos mostraban a un chico grande y rubio montando su primera bicicleta, en un tiovivo en la feria (Pobre tío, debió haber quedado muerto después de ser montado por Cebadilla, ahora sería un tiomuerto... jajajaja... ¿Qué? ¿Qué pasa? Mejor me callo), jugando con su padre en el computador, besado y abrazado por su madre que en ese momento mostraba una mueca de asco vomitivo... La habitación no ofrecía señales de que allí viviera otro niño.
Sin embargo, Harry Potter estaba todavía allí, durmiendo en aquel momento, aunque no por mucho tiempo. Su tía Rosalía se había despertado y su voz chillona, junto con sus gritos histéricos y saltos desesperados, eran el primer ruido del día.
—¡Arriba! ¡A levantarse! ¡Ahora!
Harry se despertó con un sobresalto. Su tía llamó otra vez a la puerta.
—¡Arriba! —chilló de nuevo. Harry oyó sus pasos en dirección a la cocina, y después el roce de la sartén contra el fogón. El niño se dio la vuelta y trató de recordar el sueño que había tenido. Había sido bonito(¡UY!). Había una lancha cuadrimotor que volaba. Tenía la curiosa sensación de que había soñado lo mismo anteriormente(obvio, voló en una, pero no tiene taaanta memoria, ni yo).
Su tía volvió a la puerta.
—¿Ya estás levantado? —quiso saber la muy intrusa.
—Casi —respondió Harry.
—Bueno, date prisa, quiero que vigiles la grasa frita en pan frito. Y no te atrevas a dejar que se queme. Quiero que todo sea perfecto el día del cumpleaños de Cebby (Cebadilla).
Harry gimió (UUUUUY).
—¿Qué has dicho? —gritó con ira de Carrie desde el otro lado de la puerta.
—Nada, nada...
El cumpleaños de Cebadilla... ¿cómo había podido olvidarlo? Harry se levantó lentamente y comenzó a buscar sus calcetines. Encontró un par debajo de la cama y, después de sacar una cucaracha mutante de uno, se los puso. Harry estaba acostumbrado a las cucarachas mutantes de otro universo, porque la pocilga que había debajo de las escaleras mecánicas estaba llena de ellas, y allí era donde dormía y a veces también iba al baño.
Cuando estuvo vestido salió al recibidor y entró en la cocina. La mesa estaba casi cubierta por los regalos de cumpleaños de Cebadilla. Parecía que éste había conseguido el computador nuevo que quería, por no mencionar el segundo televisor, la bicicleta de carreras y la temporada en video completa de Monty Python Flying Circus. La razón exacta por la que Cebadilla podía querer una bicicleta era un misterio para Harry, ya que Cebadilla estaba muy ceboso, obeso y gordo y aborrecía el ejercicio, excepto si conllevaba pegar a alguien, por supuesto. El saco de boxeo favorito de Cebadilla era Harry, que era como se llamaba en el gimnasio al que iba los sábados, además de Harry Potter pero no podía atraparlo muy a menudo. Aunque no lo parecía, Harry y Harry Potter eran muy rápidos.
Tal vez tenía algo que ver con eso de vivir en una oscura pocilga bajo una escalera mecánica, pero Harry había sido siempre flaco y muy bajo para su edad. Además, parecía más pequeño y enjuto de lo que realmente era, porque toda la ropa que llevaba eran prendas viejas de Cebadilla (Ew), y su primo era veinticuatro veces más grande que él. Harry tenía un rostro delgado, rodillas huesudas, pelo azul y ojos de color amarillo brillante. Llevaba gafas cuadradas siempre pegadas con cinta adhesiva marca Scotch Brite™, consecuencia de todas las veces que Cebadilla le había pegado en la nariz. La única cosa que a Harry le gustaba de su apariencia era aquella pequeña cicatriz en la frente, con la forma de una carita feliz. La tenía desde que podía acordarse, y lo primero que recordaba haber preguntado a su tía Rosalía era cómo se la había hecho.
—Con el cuchillo con el que el asesino que mató a tus padres a sangre fría con un ritual satánico —había dicho—. Y no hagas más preguntas tontas.
«No hagas más preguntas tontas»: ésa era la primera regla que se debía observar si se quería vivir una vida tranquila con los Petterson.
Tío Veneno entró a la cocina cuando Harry estaba dando la vuelta a la grasa frita en pan frito.
—¡Péinate! —bramó como saludo matinal.
Una vez por semana, tío Veneno miraba por encima de su periódico y gritaba que Harry necesitaba un corte y un tinte de pelo. A Harry le habían cortado y teñido más veces el pelo que al resto de los niños de su clase todos juntos, pero no servía para nada, pues su pelo seguía creciendo de aquella manera, por todos lados y el pelo volvía del lacónico negro teñido al azul fuerte que tanto le gustaba.
Harry estaba friendo los caracoles cuando Cebadilla llegó a la cocina con su madre. Cebadilla se parecía mucho a tío Veneno. Tenía una cara grande y rosada, poco cuello, ojos pequeños de un tono azul ¿patito?, y abundante pelo rubio que cubría su cabeza gorda. Tía Rosalía decía a menudo que Cebadilla parecía un angelito. Harry decía a menudo que Cebadilla parecía una ballena con peluca.
Harry puso sobre la mesa los platos con caracoles, pan y grasa frita, lo que era difícil porque había poco espacio. Entretanto, Cebadilla contaba sus regalos. Su cara se ensombreció(WOW).
—Quinientoscincuentayocho —dijo, mirando a su madre y a su padre—. Dos menos que el año pasado.
—Querido, no has contado el regalo de tía Squeak. Mira, está debajo de este enooorme de mamá y papá.
—Muy bien, Quinientoscincuentaynueve entonces —dijo Cebadilla, poniéndose rojo.
Harry; que podía ver venir un gran berrinche de Cebadilla, comenzó a comerse el apio que había escondido bajo su plato, lo más rápido posible, por si volcaba la mesa.
Tía Rosalía también sintió el peligro (una especie de temblor que remeció algunos cristales), porque dijo rápidamente:
—Y vamos a comprarte dos regalos más cuando salgamos hoy. ¿Qué te parece, mi gordurita? Dos regalos más. ¿Está todo bien?
Cebadilla pensó durante un momento. Parecía un trabajo difícil para él, era lento. Por último, dijo lentamente.
—Entonces tendré quinientos… y quinientos y…
—Quinientos sesenta y uno, dulzura —dijo tía Rosalía.
—Oh —Cebadilla se dejó caer pesadamente en su silla, la cual crujió y se astilló, y cogió el regalo más cercano—. Entonces está bien.
Tío Veneno rió entre dientes, mostrando su lengua viperina.
—El pequeño tunante quiere que le den lo que vale, igual que su padre(Ja, ja pensar que en todos estos años no ha pasado de ser junior y nunca recibe lo que merece, ni aunque trabaje más que chino castor). ¡Bravo, Cebadilla! —dijo, y revolvió el pelo de su hijo, y luego limpiándose la mano en su chaqueta.
En aquel momento sonó el teléfono y tía Rosalía fue a cogerlo, mientras Harry y tío Veneno miraban a Cebadilla, que estaba desembalando la bicicleta de carreras, la filmadora(¿?), el submarino con control remoto, cuarenta juegos nuevos para el ordenador (entre los que se cuenta “Doom”, “Counter Strike”, “Los Sims”, y otras cosas anacrónicas) y un vídeo. Estaba rompiendo el envoltorio de un reloj de uranio, cuando tía Rosalía volvió, enfadada, dando slatos de ira y gritando, pero preocupada a la vez.
—Malas noticias, Veneno —dijo—. La señora Acigamyoson se ha fracturado una pierna. No puede cuidarlo. —Volvió la cabeza dando un último grito en dirección a Harry.
La boca de Cebadilla se abrió con horror (y dando horror, era horrible ver ahí dentro), pero el corazón de Harry dio un salto. Cada año, el día del cumpleaños de Cebadilla, sus padres lo llevaban con un amigo a pasar el día a un parque de atracciones, a comer hamburguesas o al cine. Cada año, Harry se quedaba con la señora Acigamyoson, una anciana loca y desquiciada que vivía a dos manzanas. Harry no podía soportar ir allí. Toda la casa olía a consultorio público y la señora Acigamyoson le hacía mirar las fotos de todos las iguanas gigantes que había tenido.
—¿Y ahora qué hacemos? —preguntó tía Rosalía, mirando con ira a Harry como si él lo hubiera planeado todo. Harry sabía que debería sentir pena por la pierna de la señora Acigamyoson, pero no era fácil cuando recordaba que pasaría un año antes de tener que ver otra vez a Mostery, Chucky, el Señor LonchNess y Herbert.
—Podemos llamar a Squeak —sugirió tío Veneno.
—No seas tonto, Veneno, ella quiere matar al chico con la mafia irlandesa.
Los Petterson hablaban a menudo sobre Harry de aquella manera, como si no estuviera allí, o más bien como si pensaran que era tan tonto que no podía entenderlos, algo así como un aqueroso marciano mutante.
—¿Y qué me dices de... tu amiga... cómo se llama... Romualda?
—Está de vacaciones en Antofagasta —respondió enfadada tía Rosalía.
—Podéis dejarme aquí —sugirió esperanzado Harry. Podría ver lo que quisiera en la televisión, para variar, y tal vez incluso hasta jugaría Doom en el ordenador de Cebadilla.
Tía Rosalía lo miró como si se hubiera tragado un langostino agrio con limón y cáscara.
—¿Y volver y encontrar la casa en ruinas? —rezongó.
—No voy a quemar la casa —dijo Harry con tono casi inocentón, pero no le escucharon.
—Supongo que podemos llevarlo al restaurant —dijo en voz baja tía Rosalía—... y dejarlo en el coche, encerrado con las ventanas cerradas y sellado al vacío...
—El coche es nuevo, no se quedará allí solo...
Cebadilla comenzó a llorar a gritos. En realidad no lloraba, hacía años que no lloraba de verdad, pero sabía que, si retorcía la cara en 180 grados y gritaba hasta romper los vidrios, su madre le daría cualquier cosa que quisiera.
—Mi pequeñito Cebadilla no llores, mamá no dejará que él te estropee tu día especial —exclamó, abrazándolo.
—¡Yo... no... quiero... que... él venga! —exclamó Cebadilla entre fingidos gritos que desrozaban jarrones—. ¡Siempre lo estropea todo! —Le hizo una mueca burlona a Harry, desde los brazos de su madre.
Justo entonces, sonó el timbre de la puerta.
—¡Oh, Dios, ya están aquí! —dijo tía Rosalía en tono desesperado y, un momento más tarde, el mejor amigo de Cebadilla, Allan Dantonniontan, entró con su madre. Allan era un chico flacucho, comparado con Cebadilla, con cara de serpiente. Era el que, habitualmente, sujetaba los brazos de los chicos detrás de la espalda mientras Cebadilla les pegaba. Cebadilla suspendió su fingido estridente grito de inmediato.
Media hora más tarde, Harry, que no podía creer en su mala suerte, estaba sentado en la parte de atrás del coche de los Petterson, junto con Allan y Cebadilla, camino del restaurant por primera vez en su vida. A sus tíos no se les había ocurrido una idea mejor, pero antes de salir tío Veneno se llevó aparte a Harry.
—Te lo advierto —dijo, acercando su tomate grande y rojo a la cara de Harry—. Te estoy avisando ahora, chico: cualquier cosa rara, lo que sea, como hacer que un vidrio desparezca o hablar con serpientes, y te quedarás en la alacena hasta el 2018.
—No voy a hacer nada —dijo Harry—. De verdad...
Pero tío Veneno no le creía. Nadie lo hacía, que penita.
El problema era que, a menudo, ocurrían cosas extrañas cerca de Harry y no conseguía nada con decir a los Petterson que él no las causaba.
En una ocasión, tía Rosalía, cansada de que Harry volviera de la peluquería como si no hubiera ido, cogió un cuchillo de la cocina y le cortó el pelo casi al rape con espuma de afeitar, exceptuando el fletillo, perdón, flequillo, que le dejó «para ocultar la horrible cicatriz con forma de cara feliz». Cebadilla se rió como un tonto, burlándose de Harry, que pasó la noche sin dormir imaginando lo que pasaría en el colegio al día siguiente, donde ya se reían de su ropa holgada, sus gafas remendadas y su mal pase de fútbol. Sin embargo, a la mañana siguiente, descubrió al levantarse que su pelo estaba exactamente igual que antes de que su tía lo cortara. Como castigo, lo encerraron en la pocilga bajo la escalera mecánica durante una semana, aunque intentó decirles que no podía explicar cómo le había crecido tan deprisa el pelo, claro no era ma..., perdón.
Otra vez, tía Rosalia (todo ella) había tratado de meterlo dentro de un repugnante jersey viejo de Dudley (marrón, con manchas anaranjadas). Cuanto más intentaba pasárselo por la cabeza, más pequeña se volvía la prenda, hasta que finalmente le habría sentado como un dedal a un dedo, pero no a Harry. Tía Rosalía creyó que debía de haberse encogido al lavarlo y, para su gran alivio, Harry no fue castigado.
Por otra parte, había tenido un problema terrible cuando lo encontraron en el techo de la cocina del matadero de cerdos de la cuadra. El grupo de Cebadilla lo perseguía como de costumbre cuando, tanto para sorpresa de Harry como de los demás, se encontró sentado en la chimenea que olía a pezuñas y hocicos de cerdo. Los Petterson recibieron una carta amenazadora del director del matadero, diciéndoles que si ese niño andaba trepando por los techos del matdero otra vez a todos los iba a utilizar como jamón en la producción del mes siguiente. Pero lo único que trataba de hacer (como le gritó a tío Veneno a través de la puerta cerrada de la pocilga bajo la esclaera mecánica) fue saltar los grandes cubos que estaban detrás de la puerta del matadero. Harry suponía que el viento lo había levantado en medio de su salto (qué iluso).
Pero aquel día nada iba a salir mal. Incluso estaba bien pasar el día con Cebadilla y Allan si eso significaba no tener que estar en el colegio, en su pocilga bajo la escalera mecánica, o en el salón de la señora Acigamyoson, con su olor a consultorio público.
Mientras conducía, tío Veneno se quejaba a tía Rosalía. Le gustaba quejarse de muchas cosas. Harry, el gobierno socialista imperante en un tercio del mundo, Harry, el robo que le hacen a los ladrones como él y Harry eran algunos de sus temas favoritos. Aquella mañana le tocó a los lanchistas.
—... haciendo ruido como locos esos tipejos —dijo, mientras un auto con una lancha atrás los adelantaba.
—Tuve un sueño sobre una lancha —dijo Harry recordando de pronto—. Estaba volando.
Tío Veneno casi chocó con el coche que iba delante del suyo, provocándole un golpe en la mitad de su cabeza. Se dio la vuelta en el asiento y gritó a Harry:
—¡LAS LANCHAS NO VUELAN!
Su rostro era como una gigantesca remolacha asesina con bigotes.
Cebadilla y Allan se rieron disimuladamente.
—Ya sé que no lo hacen —dijo Harry—. Fue sólo un sueño, duh.
Pero deseó no haber dicho nada. Si había algo que desagradaba a los Peetterson aún más que las preguntas que Harry hacía y la leche en polvo, era que hablara de cualquier cosa que se comportara de forma indebida, no importa que fuera un sueño o un dibujo animado o una voz secreta que le hablara en clases y que le dijera que incendiara todo. Parecían pensar que podía llegar a tener ideas peligrosas, como esa.
Era un sábado muy soleado y el restaurant estaba repleto de familias. Los Petterson se acercaron a la entrada del restaurant, donde un mâitre francés con esmoquin estaba parado, esperandolos. En cuanto se acercaron, el mâitre los llevó adentro y antes de ponerlos en una mesa, les dio la bienvenida.
— Bonjour madame, bonjour messieur et bonjour enfants. Bienvenu á “Le Doré Truffe” Vous ici...?
Rápidamente el Tío Veneno habló un patético francés cacharreado:
— Nous somos les Petterson. Nous avez una reservación.
— ¡Ah! ¡Les Pettersons! Per ici, sil vous plait.
— Gratsie —dijo estúpidamente el Tío Veneno.
Los sentaron en una mesa con doble mantel en el que había cinco asientos, el mâitre le acomodó la silla a todos, incluso a Harry, que era la primera vez que se sentía bien atendido. Luego, el señor Petterson pidió el menú y pidió al mâitre el menú de cumpleaños para Cebadilla y Allan, el menú Ejecutivo para el Señor y Señora Petterson y el plato más barato para Harry.
Fue el mejor almuerzo que Harry había pasado en mucho tiempo. Tenía cuidado de no intrometerse en la conversación de los Dursley o con Cebadilla o Alan. El mâitre se les acercó y les dio a todos una entrada compuesta por jamón y ensaladas. Comieron, y cuando Cebadilla tuvo una rabieta porque su entrada tenía demasiada verdura, tío Vernon la dio una bofetada y Harry tuvo permiso para terminar la entrada de Cebadilla.
Más tarde, Harry pensó que debía haber sabido que aquello era demasiado bueno para durar.
Después de comer la entrada, el mâitre retiró los platos y trajo en poco tiempo la segunda entrada. En cuanto se acercó con la bandeja con los platos, el mâitre anunció con su voz afrancesada:
— Le Grosse Crevette très frais.
Y entregó a cada uno un plato con cinco langostinos rígidos por los hielos que los cubrían, pero que estaban vivos. El limón decorativo terminaba el espeluznante plato, era verdaderamente horrible, el los langostinos miraban fijamente a cada uno con sus ojos diminutos de marciano y sus antenas que parecían controlar la mente. El Señor y la Señora Petterson empezaron a comer rápidamente ante la asqueada mirada de Cebadilla. De repente, Cebadilla vió que uno se movió y dándole el plato a el Tío Veneno, le dijo:
—Haz que se mueva —le exigió a su padre.
Tío Veneno pinchó uno con un tenedor, pero el langostino no se movió.
—Hazlo de nuevo —ordenó Cebadilla.
Tío Vernon golpeó con el cuchillo, pero el animal siguió dormitando.
—Esto es aburrido —se quejó Cebadilla. Se paró de la mesa, arrastrando los pies, diciendo que iba al baño.
Harry miró su plato y miró intensamente al langostino. Si él hubiera estado allí encima, sin duda se habría muerto de aburrimiento (o siendo comido), siempre con la misma gente, salvo la de gente estúpida clavándole su tenedor o cuchillo todo el día. Era peor que tener por dormitorio una pocilga bajo la esclaera mecánica donde la única visitante era tía Rosalía, llamando a la puerta para despertarlo: al menos, él podía recorrer el resto de la casa.
Todos se levantaron de la mesa, salvo Harry, para buscar a Cebadilla. Harry seguía mirando fijamente el plato.
De pronto, el langostino estiró sus ojillos, pequeños y brillantes como cuentas. Lenta, muy lentamente, levantó la cabeza hasta que sus ojos estuvieron al nivel de los de Harry.
Guiñó un ojo y le sonrió.
Harry la miró fijamente. Luego echó rápidamente un vistazo a su alrededor, para ver si alguien lo observaba. Nadie le prestaba atención. Miró de nuevo al langostino y también le guiñó un ojo(Chick).
El langostino torció la cabeza hacia tío Veneno y Cebadilla, que había sido encontrado y estaba recibiendo una reprimenda, y luego levantó los ojos hacia el techo. Dirigió a Harry una mirada que decía claramente:
—Me pasa esto constantemente.
—Lo sé —murmuró Harry, aunque no estaba seguro de que el langostino pudiera oírlo—. Debe de ser realmente molesto.
El langostino asintió vigorosamente.
—A propósito, ¿de dónde vienes? —preguntó Harry.
El langostino levantó la cola hacia el menú que estaba encima de la mesa. Harry miró con curiosidad.
«Todos nuestros mariscos y langostinos son Chilenos.»
—¿Era bonito aquello?
El langostino volvió a señalar con la cola y Harry leyó en la letra chica en lo más bajo del menú: «Los langostinos son enviados apenas nacen hacia acá y son criados en nuestra fuente personal».
—Oh, ya veo. ¿Entonces nunca has estado en Chile?
Mientras el langostino negaba con la cabeza, un grito ensordecedor detrás de Harry los hizo saltar.
—¡CEBADILLA! ¡SEÑOR PETTERSON! ¡VENGAN A VER AL LANGOSTINO! ¡NO VAN A CREER LO QUE ESTÁ HACIENDO!
Cebadilla se acercó contoneándose, lo más rápido que pudo.
—Quita de en medio —dijo, golpeando a Harry en las costillas. Cogido por sorpresa, Harry cayó al suelo pulido del restaurant. Lo que sucedió a continuación fue tan rápido que nadie supo cómo había pasado: Allan y Cebadilla estaban inclinados cerca del plato lleno de hielo, langostinos y limón, y al instante siguiente saltaron hacia atrás aullando de terror.
Harry se incorporó y se quedó boquiabierto: el hielo y el limón que encerraban a los langostinos había desaparecido. Los langostinos se había parado rápidamente y en aquel momento se agarrraban de las narices de Allan y Cebadilla, sacándoles sangre. Las personas que estaban en el restaurant gritaban y corrían hacia las salidas.
Mientras los langostinos le cortaban la nariz a Cebadilla, el langostino con quien había estado hablando se le acercó, Harry habría podido jurar que una voz baja y crujiente decía:
—Chile, allá voy... Gracias, amigo.
El mâitre se encontraba totalmente conmocionado.
—Mais... et le galce? —repetía—. Où est le glace.
El director del restaurant en persona preparó una taza de té fuerte y dulce para tía Rosalía, mientras se disculpaba una y otra vez. Allan y Cebadilla no dejaban de quejarse por sus narices cortadas. Por lo que Harry había visto, los langostinos no habían hecho más que un tirón, pero cuando volvieron al asiento trasero del coche de tío Veneno con sus narices compuestas, Cebadilla les contó que casi lo había mordido en la pierna (IDIOTA), mientras Allan juraba que había intentado estrangularlo(MÁS AÚN). Pero lo peor, para Harry al menos, fue cuando Allan se calmó y pudo decir:
—Harry le estaba hablando. ¿Verdad, Harry?
Tío Veneno esperó hasta que Allan se hubo marchado, antes de enfrentarse con Harry. Estaba tan enfadado que casi no podía hablar.
—Ve... pocilga bajo la escalera mecánica... quédate... no hay comida —pudo decir, antes de desplomarse en una silla. Tía Rosalía tuvo que servirle una copa de whisky con leche.
Mucho más tarde, Harry estaba acostado en su pocilga bajo la esclaera mecánica oscura, deseando tener un reloj y salir de ahí. No sabía qué hora era y no podía estar seguro de que los Petterson estuvieran dormidos. Hasta que lo estuvieran, no podía arriesgarse a ir a la cocina a buscar algo de comer, pobeshitooo.
Había vivido con los Petterson casi diez años, diez años desgraciados, hasta donde podía acordarse, desde que era un niño pequeño y sus padres habían muerto en un asesinato por parte de un psicópata. No podía recordar haber estado con el psicópata cuando sus padres murieron. Algunas veces, cuando forzaba su memoria durante las largas horas en su pocilga bajom la esclaera mecánica, tenía una extraña visión, un relámpago cegador de luz rosa y un dolor como el de una quemadura en su frente. Aquello debía de ser el asesino, suponía, aunque no podía imaginar de dónde procedía la luz rosa. Y no podía recordar nada de sus padres. Sus tíos nunca hablaban de ellos y, por supuesto, tenía prohibido hacer preguntas. Tampoco había fotos de ellos en la casa.
Cuando era más pequeño, Harry soñaba una y otra vez que algún pariente desconocido iba a buscarlo para llevárselo, pero eso nunca sucedió: los Petterson eran su única familia. Pero a veces pensaba (tal vez era más bien que lo deseaba) que había personas desconocidas que se comportaban como si lo conocieran. Eran desconocidos muy extraños. Un hombrecito con un sombrero verse con rojo lo había saludado, cuando estaba de compras con tía Rosalía y Cebadilla Después de preguntarle con ira de Lucifer si conocía al hombre, tía Rosalía se los había llevado de la tienda, sin comprar nada. Una mujer anciana con aspecto estrafalario, toda vestida de magenta, también lo había saludado alegremente en un ¿obús?. Un hombre calvo, con un abrigo largo, color calipso, le había estrechado la mano en la calle y se había alejado sin decir una palabra. Lo más raro de toda aquella gente era la forma en que parecían desaparecer (¡Whoaaaa!) en el momento en que Harry trataba de acercarse.
En el colegio, Harry no tenía amigos. Todos sabían que el grupo de Cebadilla odiaba a aquel extraño Harry Potter, con su ropa vieja y holgada y sus gafas rotas, y a nadie le gustaba estar en contra de la banda de Cebadilla, slavo El Padrino.